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Sábado

A regañadientes acepté el encargo.  No era sólo pereza, sino también un silencioso resquemor porque consideraba que no lo merecían.
Cogí el coche y me encaminé hacia la ciudad.  Iba prácticamente sola por la carretera, el paisaje grisáceo con nubes bajas y pesadas en el cielo que no animaba para nada el trayecto.  Los pocos árboles parecían espectros desnudos, mi sentir era el de la amarga existencia rutinaria; se había truncado mi merecido descanso.
Al llegar a la oficina me sorprendió lo distinto del edificio, todo sombrío, oscuro y silencioso.  
A pesar de lo bello, cuidado y acicalado situado en un barrio céntrico de Madrid, las ventanas se me antojaban ahora como tristes ojos vacíos.  En los días no lectivos las luces de los despachos quedaban apagadas.
No tuve problema para aparcar en la misma puerta y fui derecha a tocar el botón de apertura de la puerta principal, pero sin éxito.  Me di cuenta de que estaba desconectado.  Pulsé un telefonillo en el lado opuesto.  Enseguida me contestó el vigilante, le saludé y me identifiqué, firmé el libro de visitas y me despedí camino de mi despacho.
Una vez dentro sentí la frialdad del edificio sin vida, sin el tránsito de la gente, los ascensores, la centralita...  Subí por la escalera, llegué a mi planta y marqué el código de acceso de la puerta.  Dentro todo oscuro, triste, lúgubre.  Encendí las luces precisas para mi puesto, el ordenador, abrí una de las ventanas para dejar escapar el olor aún de lo cotidiano y me hice un té.
Ya delante del ordenador, localicé los documentos en los que debía trabajar y me invadió un ánimo desalentador al ver todo lo que tenía que traducir.  Tengo que reconocer que las condiciones eran favorables para concentrarme en el trabajo: ni un ruido, el teléfono mudo y el impasible sonido de las teclas fueron mis mejores herramientas de trabajo.
Por suerte había llevado conmigo el disco de tangos que recientemente había grabado y que con su poder de impresión dolorosa confortaba mi espíritu: “A media luz”, “Mi buenos Aires querido”, “El día que me quieras”... fueron mi mejor compañía.
Cuando me quise dar cuenta habían pasado tres horas.  Un ruido nuevo me había sacado de mi concentración.  No era la puerta, conocía muy bien el agudo sonido del código de acceso, estaba yo sola en el ala norte de la planta primera.  La calle tranquila, no había tráfico.  Volví a la cocina para hacerme otro té, esta vez acompañado de unas galletas y llamé a casa para saber como iba todo.  Afortunadamente no me echaban de menos, todo iba bien, me contaron planes para la noche, cuando volviera.
Regresé a mi tarea, casi había superado el ecuador del trabajo pendiente.  Ahora acompañada por el piano de Richard Clayderman: “Para Elisa”, “Balada para Adelina”, “Matrimonio de Amor”...
De nuevo un ruido extraño llamó mi atención.  No le di importancia, pensé que quizá el tema de la traducción me estaba afectando, ciertamente era escabroso: diferentes expedientes médicos de enfermos de cáncer que habían denunciado a un distribuidor de varias marcas comerciales de tabaco, cliente nuestro, junto a la Consejería de Salud que se planteaba no cubrir los gastos de sus tratamientos por ser los daños supuestamente a causa del tabaco.  Muchos de los afectados ya habían fallecido, pero sus familias reclamaban indemnizaciones alegando la falta de información respecto al daño que podía ocasionar el consumo de ese producto.  Hoy en día todo es válido en derecho, también es cuestionable y lo cierto es que íntimamente me debatía entre lo injusto de las denuncias de cientos de personas que habían empezado a fumar desde la infancia en la primera mitad del siglo veinte y lo cruel de sus expedientes médicos.  No era capaz de definir mi postura, tampoco lo pretendía, pero en cualquier caso el tema resultaba bastante desagradable.
Nuestro cliente, con sede en otra ciudad europea, necesitaba una traducción de aquellos expedientes de cara al tremendo litigio que debía afrontar.  Era el poderoso, el que manejaba cifras descomunales de beneficios y en un sentido muy esquemático del asunto, era el fuerte, el que podía pagar tremendas facturas de abogados dispuestos a defender tanto sus ingresos, como la fuente de procedencia. 
Subí la música y seguí traduciendo, cada vez más incómoda por la falta de tranquilidad.  Era tal mi malestar, que llegué a pensar que las ánimas de toda esa gente me acompañaban para incordiar.  Era mi trabajo, yo no juzgaba sólo traducía para que otros pudieran entender.  Era simplemente un eslabón de este sistema que entre todos hemos creado y aprobado.
Finalmente y después de seis horas en la oficina, ya sin capacidad de concentración alguna, comprendí que efectivamente no estaba sola, que desde algún lugar indeterminado mi padre había percibido mi zozobra en esa especial circunstancia.  Muchos de los expedientes describían un proceso muy similar al que le aquejó y se lo llevó.  No era nada grato recordar aquel año cargado de aflicción y seguramente decidió confortarme durante ese desapacible e inoportuno día de trabajo.  
Recogí mis bártulos, cerré todo, apagué las luces y decidí dedicar el resto del día a mi familia y a quien seguramente seguiría acompañándome en el discreto plano de lo invisible.

ISBN: 978-84-15359-46-3
http://www.editorialcelya.com/fichalibro.asp?ID=234

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