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Viktor Jörg

Aún la guerra no había terminado cuando decidió llegar al mundo.  Su madre ya tenía preparado un refugio en los sótanos del edificio donde vivía para dar a luz y allí, bajo tierra y el ruido de sirenas, tanques y carros de combate, vino al mundo el 3 de noviembre de 1944.  

No tenemos certeza de si tu padre estuvo presente en ese preciso momento, pero sí de que estuvieron sus abuelos maternos y su hermanita de un año.




Pasaron cuatro años durante los que se apañaron para salir adelante, cuando asomó un cambio en sus vidas.  El alimento era escaso, las ropas también y su hermana necesitaba medicinas frecuentemente debido a sus otitis crónicas que le causaban fiebre y tremendos dolores.  Llegó una oportunidad para ella: Cáritas gestionaba la salida de “niños y niñas de la guerra” hacia otro país más cálido y en situación menos precaria, con familias que los acogerían con cariño, calor y mejor alimentación.

La despedida en el primer viaje debió de ser desgarradora.  Una niña de cinco años viajando lejos y dejando atrás a tu compañero de juegos, penas y alegrías junto con su madre y sus abuelos, con los que compartía su vida.  De cómo se quedó en ausencia de su hermana no sabemos nada, Viktor siempre fue una persona tímida y reservada, pero por su silencio en relación a su niñez intuyo que, o bien no guardaba recuerdos concretos de aquella temprana edad o bien no quería moverlos de su sitio para tener paz.


Al cabo de seis meses aproximadamente, regresó su hermana mucho más llenita, con las mejillas sonrosadas y fuerte como nunca lo había estado.  Ella si recuerda que echaba mucho de menos a su hermano y que le nombraba frecuentemente cuando estaba lejos de casa.


Hubo un segundo viaje, también por un período similar y en el tercero, nuestro protagonista viajó junto a su hermana rumbo a Madrid.  La familia española quería apadrinar a la encantadora Lissy y ella mostraba tanto apego a su hermano que propusieron el apadrinamiento de ambos.  La madre de los niños tuvo que ser realista y entendió que esa era una gran oportunidad para sus hijos, más teniendo en cuenta las dificultades por las que pasaba para sacarlos adelante ella sola a pesar de la ayuda de sus padres.  Imagino que también dejó de llegar la poca ayuda económica que aportara su padre, eran tiempos difíciles los de la posguerra y él ya tenía su propia familia, también con dos hijos.


De la llegada a Madrid con su nueva familia no hay declaraciones certeras, la ilusión y curiosidad de la nueva familia, el susto del pequeño ante tanta novedad y supongo que la añoranza de los suyos.  De lo que si nos han contado, es del vínculo tan fuerte que había entre los dos hermanos que iban siempre cogidos de la manita a todas partes, sin separarse nunca.


Fueron aprendiendo el idioma, las costumbres, las normas de aquella casa.  A pesar de las promesas, carecieron de una profesora que les ayudara a mantener la lengua materna.  Los compromisos asumidos por la familia española para con la austriaca no se cumplieron.  Alguna carta contando la evolución de los niños y poco más.  Poco a poco perdieron el contacto con su propia lengua e incluso precisaron de traductores cada vez que recibían carta de Viena.


Cáritas de Viena y la entonces Acción Católica de España tuvieron bastante con organizar el alojamiento de aquellos niños austriacos con familias españolas, de darles aquella oportunidad de mejora y futuro, pero no pudieron mantener un seguimiento de estos niños en sus nuevos hogares, al menos si lo hicieron no fue con éxito en este caso concreto.


La vida comenzó con lo cotidiano de todos los niños en aquella época: colegios, meriendas, tareas, misa los domingos y alguna golosina para disfrutar en el parque.

En aquella época se acababa la enseñanza obligatoria justo al comienzo de la edad adolescente.  Así finalizó también cualquier oportunidad de estudios que la familia española estuviera dispuesta a ofrecerles.  No hubo otra opción; la única posibilidad era trabajar en el negocio familiar.  
Esta negativa a que Viktor siguiera estudiando, a pesar de su insistencia, no se debía a una cuestión económica, -estamos hablando de un acaudalado joyero con dos establecimientos propios funcionando en el centro de Madrid- sino a una cuestión de orgullo y vanidad.  El matrimonio tenía un hijo, el mayor de todos, fruto de su unión. Este hijo de sangre nunca fue buen estudiante y su destino después de la escuela obligatoria fue el negocio familiar.  Estaba encauzado a una de las joyerías donde poco a poco iría aprendiendo el negocio que después regentaría y del que sería único heredero. 

Los niños apadrinados, aunque eran llamados “hijos” a efectos externos, no tendrían más oportunidades de estudio que las básicas para así evitar que destacaran  en cualquier campo y evitar así el equilibrio de la ficticia armonía que reinaba en casa de los García-Morales.


Así las cosas, mi abuelo a la edad de trece años fue enviado a otra de las joyerías de la familia junto con su hermana una año mayor.  Empezaron haciendo los trabajos más sencillos, como mantener relucientes a diario todas las piezas de plata y alpaca, también las piezas mostradas en los expositores, mantener organizado el almacén, clasificar el género que debía entrar en el taller, así como el que ya estaba reparado, entre otras tareas.


Según iba madurando y siendo consciente de que ni su trabajo ni su remuneración estaban en proporción con sus esfuerzos y mucho menos equiparados a los de su hermano mayor que le aventajaba en ambos aspectos, mi abuelo empezó una pequeña batalla reclamando unos estudios que en un futuro le ofrecieran otras oportunidades.  Fue entonces cuando por fin entendió que el “no” era rotundo y que únicamente podía aspirar a lo que se le ofrecía.  Le hicieron saber de lo ingrato de su comportamiento para con la familia que le había cuidado durante su infancia, dejándole muy claro que allí se acababa el viaje de las aspiraciones profesionales.  Le ayudaron a ver que se encontraba en un callejón sin salida, que el único camino a seguir era el trabajo que se le ofrecía en el negocio familiar.


El castillo de naipes desinteresadamente tejido a base de buen comportamiento, rectitud y esfuerzo personal, se vino abajo.  La supuesta posición adquirida en la red familiar resultó ser falsa.  La ira provocada por semejante desilusión generó alguna dosis de soberbia todo mezclado con un coraje digno de mención o quizá de su estrenada juventud, le llevaron a decidir volverse a Viena con su madre.


Él nunca habló mucho de ese nuevo viaje.  Parece ser que su madre, en sus limitadas posibilidades, le ofreció techo y compartir el alimento de que disponía para ella.  Se encontró en la encrucijada de buscar trabajo en una ciudad extraña, en un idioma que no manejaba con soltura y con una cultura que nada tenía que ver.  Un año después tuvo que volverse a Madrid.


A partir de este punto, Viktor ya nunca volvió a parecerse al de antes.  Se convirtió en un muchacho tímido, serio y poco hablador.  Desapareció el muchacho alegre, emprendedor, seguro de si mismo, soñador, competitivo, amigo de sus amigos.  Se perdió su sueño de ser piloto a base de ahorrar para dar clases fuera de horario comercial.  Ya nada quedó del joven que disfrutaba bebiendo cervezas con los amigos en los veranos de  El Escorial, compitiendo para comprobar quién tenía más aguante.


Se habían tambaleado sus cimientos a causa de dos sacudidas definitivas: primero la desilusión con su familia española, con sus padres, como él los consideraba; y segundo, al comprobar que realmente no le quedaba nada al otro lado, del que partió, del seno materno.  Un destrozo de vida, de proyectos y de ilusiones que se le derrumbó encima.


Ya con diecisiete años, y de vuelta a su trabajo, decidió inscribirse en una escuela de idiomas para perfeccionar su lengua materna.  Alternaba las clases de alemán con las de inglés durante la semana y en horario nocturno.  Allí conoció a mi abuela, una chiquilla alegre, bonita, coqueta y algo dicharachera.  Ella tenía su misma edad.  Se enamoraron desde el principio y enseguida hicieron planes de futuro.  Ambos trabajaban y no tenían ningún reparo para llevar a cabo su proyecto en común.


Los padres de él estuvieron encantados con la idea del matrimonio.  Realizaron planes para organizar un evento memorable y a la altura, que disipara cualquier mal entendido en su relación con Viktor.


En cambio los padres de ella se mostraron muy reacios a que se casaran tan jóvenes.  Mi abuela necesitaba el permiso paterno para casarse al no cumplir la mayoría de edad, que en aquella época se alcanzaba a los veintiún años.  Su padre se vio en una encrucijada entre los ruegos de la hija para que le firmara el permiso y los de su mujer para que no lo hiciera para que esperaran un poco más hasta cumplir los veintiuno.  


Finalmente ganó la insistencia con argumentos bañados en lágrimas de su hija y aceptó firmar el permiso para el matrimonio que se celebró el 2 de septiembre de 1964.  Los novios, dos jóvenes de 19 años ilusionados y radiantes de felicidad salieron de la iglesia bajo una lluvia de arroz, aclamaciones y aplausos.  Bailaron al son de El Danubio Azul a los postres del banquete nupcial ofrecido en el Hotel Gran Palace de Madrid y se fueron de luna de miel a Palma de Mallorca, Menorca e Ibiza.  Nueve meses después nació su primera hija, mi madre.  Al poco tiempo mi abuelo decidió desvincularse del negocio regentado por su hermano mayor y su padre y montó el suyo propio.  Vinieron dos hijos más, muchas responsabilidades, exigencias, caprichos, el estatus a mantener y la felicidad del vínculo familiar cargados a su espalda.  


Quizá fue demasiado peso para su mochila y seguramente tuvo mucho que ver la gran recesión económica que vino como consecuencia de la incertidumbre política que ocasionó el cambio a la democracia en este país.  El caso es que a finales de los setenta, el negocio ya no era tan boyante.  El estatus económico se vio afectado y como consecuencia la pareja sufrió algunos altibajos.  Las nuevas desilusiones supusieron una tremenda sacudida en los ya de por si quebradizos cimientos del espíritu de mi abuelo.

Sólo el alcohol templaba su alma y al tiempo entorpecía su espíritu de lucha.  Poco a poco se dejó vencer.  Se mantuvo firme aún después de separarse de su mujer, vender el negocio y vivió de las rentas y de ocasionales trabajos administrativos y comerciales aquí y allá.  Vivió en diversos lugares, siempre lejos de su núcleo: Valladolid, Galicia, León… cualquier sitio que no fuera Madrid.

Mantuvo siempre el contacto con su hermana a la que veía dos o tres veces al año, y con mi madre, que en aquélla época vivía también fuera.  De vez en cuando coincidían los tres en Madrid.


En agosto de 1994 le diagnosticaron una enfermedad que tenía previsto terminar con él un año después.  La enfermedad encontró la puerta abierta para hacerse con él, ya con el espíritu triste y solitario.  


No fue muy severa la primera mitad de la enfermedad.  El primer tratamiento la frenó bastante y le dio una pequeña tregua.  Fue la época en la que se reencontró con sus otros dos hijos, con los que tenía poco contacto, me conoció a mi, que tenía algo más de dos años y le permitió viajar para pasar con nosotros una temporada.  En resumidas cuentas, le permitió ir cerrando carpetas y dejarlo todo colocado en su sitio.  


La segunda fase de la enfermedad no le consintió mantener su independencia por mucho tiempo.  Cuatro meses antes de fallecer tuvo que irse a  Madrid a vivir a casa de su hermana para estar más cerca de los médicos que le trataban y así también que ella pudiera atenderle.  De nuevo cogido de su mano para viajar ese su último tramo.


Murió el 3 de agosto de 1995, justo un año después del diagnóstico de su enfermedad, acompañado por todos los suyos.


Creo que él mismo hubiera definido aquel triste momento con una única palabra:  Descanso.


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